San Luis IX de Francia nació en el año 1214, pocos años después de que Francisco de Asís fundara la Orden Franciscana. Sus padres eran el monarca francés Luis VIII y doña Blanca, tía del rey de Castilla y León Fernando III el Santo. A la muerte de su padre, con sólo doce años, el joven Luis fue coronado rey de Francia bajo la regencia de su madre.
Doña Blanca de Castilla desempeñó un papel fundamental en la educación del futuro santo: en una época difícil, en que los excesos y la violencia caracterizaban la vida en la corte, la reina se esforzó por enseñar a su hijo los deberes propios del oficio de monarca; pero sobre todo procuró educarlo en los valores y en la piedad cristianos. Entre los maestros del joven Luis se encontraban algunos frailes menores. Con el tiempo, el monarca francés acabó por ingresar en la Tercera Orden Franciscana.
Blanca se esforzó en recordar al joven Luis que ser rey consistía en estar al servicio del bien y la prosperidad de su pueblo, y que era necesario aceptar todos los sacrificios que dicho servicio implicara. Una vez alcanzada la mayoría de edad, Luis confió siempre en los consejos de su madre, tanto en cuestiones políticas como en temas de fe. Fruto de esos consejos fue su matrimonio con la princesa Margarita de Provenza que, frente a lo que solía ser habitual entre los nobles de la Edad Media, fue afortunado y feliz.
Como gobernante, Luis hizo siempre lo que creyó que era su deber, procurando que todas sus acciones fueran a favor de la justicia y buscando la felicidad de sus súbditos. Su reinado ha sido calificado de ejemplar. Tanto en la política interior como en la exterior, su conducta se ajustó a los principios más estrictos de la moral cristiana. Siempre buscó que en su reino imperasen la paz, la justicia y la armonía. Administraba justicia personalmente a diario, atendiendo las quejas de los oprimidos y desamparados. También nombró comisiones especiales que recorrieron el reino para informar al monarca de los problemas que aquejaban a sus súbditos. San Luis se ganó así fama de bueno y justiciero tanto en Francia como en los países vecinos, desde donde se le llamaba para intervenir como mediador cuando surgían conflictos.
El rey Luis fue también exquisito en sus relaciones con el papa y con la Iglesia. Le tocó vivir una época difícil, en la que las relaciones entre el emperador alemán y el Papado eran tensas, y se empezaba a cuestionar la autoridad del Pontífice. En este conflicto, el rey monarca francés asumió el papel de mediador, defendiendo en los momentos más difíciles a la Iglesia. Dentro de su reino, San Luis protegió a las iglesias y a sus sacerdotes. Al mismo tiempo, intervino contra los abusos que cometían algunos clérigos y se esforzó por erradicar la herejía en sus dominios. También favoreció la implantación en Francia de las órdenes de los Dominicos y de los Franciscanos.
Luis IX combinó su tarea de gobierno con una vida de piedad y devoción. Una buena parte de la jornada la empleaba en la oración, comunitaria y personal. También asistía a misa a diario y recibía con frecuencia los sacramentos. Escuchaba asimismo con frecuencia las predicaciones de sacerdotes y religiosos. Su vida ascética recordaba a la que se proponía como ideal a los monjes de su época.
Además, Luis costeaba los gastos de la comida diaria de doscientos pobres; los sábados, el monarca iba a visitarlos e incluso les lavaba a algunos de ellos los pies. Casi a diario el rey invitaba a su mesa a algunos pobres, a quienes en ciertas ocasiones les servía.
El monarca francés también cuidó extraordinariamente la educación de sus once hijos, a quienes trató de darles los mejores consejos y de hacerles vivir sus mismos valores.
Pero San Luis no se conformó con llevar la vida que hemos descrito hasta ahora. Siguiendo el ideal de caballero cristiano de su época, quiso dar testimonio de su fe tomando parte en las Cruzadas. Por aquellos años había decaído mucho el espíritu religioso que había puesto en marcha estas expediciones para liberar Tierra Santa. Luis IX, sin embargo, volvió a darle nuevo vigor, al darles su sentido primitivo de la cruz y del sacrificio.
En 1244, el papa Inocencio IV volvió a solicitar a los reyes de la Cristiandad la liberación de la ciudad de Jerusalén. Pese a la opinión contraria de sus consejeros, el rey Luis, que pensaba que no amaba lo suficiente a Cristo crucificado y que no había sufrido bastante por Él, decidió acudir con sus tropas a la llamada del papa. Tras algunos éxitos iniciales, el ejército francés, diezmado por una epidemia, acabó por ser derrotado por los musulmanes. El propio San Luis y sus principales caballeros cayeron prisioneros del sultán de Egipto. La serenidad y la resignación con la que el rey francés aceptó su cautiverio fue motivo de admiración, incluso entre sus mismos enemigos. Recobrada la libertad, Luis pudo visitar los Santos Lugares antes de regresar a Francia en 1254.
Pero San Luis no fue capaz de olvidar la situación crítica que vivían los cristianos de Tierra Santa y la idea de liberar Jerusalén. En 1267, con más de cincuenta años, el rey y su ejército marcharon hacia Túnez, donde el sultán parecía dispuesto a acoger la fe cristiana. Sin embargo, todo resultó ser un engaño, y los cruzados tuvieron que hacer frente a los ataques musulmanes. Pero el mayor enemigo fue la epidemia que se propagó entre las tropas francesas como consecuencia del excesivo calor. A consecuencia de esa enfermedad moría San Luis en tierras tunecinas en 1270, sin haber logrado cumplir su objetivo de liberar los Santos Lugares.
Pese a sus fracasos en el ámbito de lo político y su empeño por empresas que resultaron fallidas y que acabaron por costarle la vida, San Luis gozó de una gran popularidad dentro y fuera de su país. Al mismo tiempo, su figura se convirtió en la encarnación del modelo ideal de monarca cristiano. Siglos más tarde, incluso un autor crítico frente a la Iglesia como Voltaire, uno de los padres del movimiento de la Ilustración, escribía de San Luis que “no es posible que ningún hombre haya llevado más lejos la virtud.”
Hoy en día pueden resultarnos chocantes para un cristiano muchas de las actitudes y de los hechos de San Luis, en especial su uso de la violencia. Sin embargo, no debemos olvidar que él era hijo de su tiempo, e intentó llevar a cabo lo mejor posible las tareas que se esperaban de un caballero cristiano de su época. Su incesante búsqueda de la justicia, y la manera en la que intentó hacer compatibles los deberes del político y del gobernante con la vida cristiana siguen haciendo de él un modelo para los laicos católicos en general, y los franciscanos en particular.
“Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.
Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal […]. Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas.
Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino, mientras estés en el templo, guarda recogida la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor con oración vocal o mental.
Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios, y así te harás digno de recibir otros mayores. Obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.
Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.
Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la Santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.”